Un café en el barrio de Malasaña
«Te he visto, monada, y ya eres mía, por más que esperes a quien quieras y aunque nunca vuelva a verte, pensé. Eres mía y todo París es mío y yo soy de este cuaderno y de este lápiz». He conocido a una mujer maravillosa, de hermosas caderas, con pronunciadas curvas, una sonrisa que valdría la luna, blanca como la nieve y brillante como un diamante. De oreja a oreja, toda ella es perfecta, su voz clara y dulce, sus ojos grandes y verdes, divinos como un prado en la mañana al amanecer, humedecido por el rocío. Podría perderme en esos ojos, profundos como un pozo, tristes al llorar y tristes las mejillas al caer las lágrimas que rojos dejan esos hermosos ojos verdes. Como un niño al ver las estrellas por primera vez caí rendido ante la evidente belleza de aquella mujer y con mis sueños bajo el brazo y con cuidado para no tropezar levanté la voz y en silencio prometí que algún día me casaría con ella. Tal vez me oyera porque tomó el ultimo sorbo de un té, se levantó y se fue. Cabía esp